
Aunque en diversos momentos- y por diversas razones- hemos agradecido en verdad la existencia de la televisión, muchos consideran que este medio definitivamente ha trastocado en múltiples ámbitos nuestro estilo de vida. En lo que respecta a los medios escritos, y antes de convertir al televisor en un chivo expiatorio, debemos preguntarnos en primer lugar cuál es el verdadero espacio que le damos a la lectura en nuestras vidas. No olvidemos que la palabra
hábito deriva de
hábitat,por lo que resulta fundamental, si es que queremos convertirnos en lectores competentes, generar las condiciones físicas más adecuadas para el ejercicio de esta actividad. Cuando vamos al cine, por ejemplo, nadie acostumbra a llevar el diario para leerlo en los momentos más intrascendentes de una película. Del mismo modo, cuando nos disponemos a leer, la presencia de un televisor encendido frente a nosotros, inevitablemente constituye un elemento distractor del cual es muy difícil sustraerse (aunque sea de reojo). Televisión y lectura son incompatibles. Sin embargo, cuando exclusivamente nos dedicamos a hacer
zapping, además de "informarnos" y "entretenernos", ¿qué otro provecho podemos
extraer de esta adictiva experiencia?Groucho Marx, en una de sus célebres citas, decía lo siguiente:
La televisión es educativa. Cada vez que alguien la enciende, salgo de la habitación y tomo un libro. A pesar de los prejuicios, la desconfianza o el resentimiento que este medio pudiese provocar en algunas personas, aún nos queda la duda de si realmente la televisión es un ente masivo que, per se, condiciona nuestro desarrollo social, afectivo e intelectual. Otra interrogante que queda por responder, deriva del hecho de que, con el correr de los años, la pobreza expresiva de quienes participan de este medio (y LÉASE pobreza expresiva, como la falta de vocabulario y una precaria modulación de las palabras), ha levantado una discusión paralela en torno a cómo estamos educando a las nuevas generaciones. ¿Tiene la televisión la culpa de esto? ¿O serán nuevamente las diferencias económicas las que determinan el legítimo acceso a una educación de calidad?. Aunque diversas autoridades políticas, tanto de oposición como de gobierno, coinciden en invertir el contenido de esta última pregunta para convertirlo en enunciado rotundo - a saber,
sin una educación de calidad es imposible acortar las brechas económicas y bla, bla,bla-, por lo menos en el plano de la expresividad verbal, tanto ricos como pobres demuestran en promedio las mismas limitaciones. A modo de ejemplo, cito aquí un fragmento de una entrevista a Andrés Benítez, rector de la Universidad Adolfo Ibáñez:
Los empresarios: ¿qué profesionales les piden que formen? R: Cuando convocamos a empresarios y les preguntamos qué deberíamos enseñarles a nuestros alumnos nos dicen: “Por favor, a hablar y a escribir, porque la pega se la vamos a enseñar nosotros”.(...) Hicimos un curso a los estudiantes de primer año para enseñarles a redactar. Los profesores quedaron espantados: no sabían acentuar y tenían graves problemas gramaticales. Hablamos de una universidad de alumnos con el tercer mejor promedio de la PSU y que vienen de los mejores colegios privados. (Rev. Qué Pasa nº 1745, pág.35)
Uno de los fenómenos transversales que inciden en esta situación, es la constante baja en los índices de lectura. Sin embargo, tampoco se trata simplemente de leer más, sino que más bien de leer MEJOR. El estudio internacional de la Organización Para el Desarrollo y la Cooperación Económica publicado el año 2000, concluye que el 80 por ciento de los chilenos no tiene el nivel de comprensión lectora mínimo para funcionar en el mundo de hoy, hecho que a la larga condiciona las posibilidades de obtener un trabajo bien remunerado. Mientras que en Chile aquellos oficios de “cuello y corbata” que exigen niveles de lectura más elevados – y que, por lo general, suelen ser mejor valorado$ por el mercado- constituyen menos de un 20 por ciento, en Suecia alcanzan el 50 por ciento de la población.
En síntesis, los lectores chilenos no sólo deberían aumentar, sino que también PROGRESAR, considerando la gran variedad de destrezas cognitivas que este hábito conlleva. Para ello, es necesario ir superando etapas en la complejidad de los libros que leemos. Según el estudio de legibilidad de los textos publicado por Felipe Alliende González (Santiago, Ed. A. Bello:1994), los factores lingüísticos más relevantes para determinar la complejidad de la palabra escrita son: la densidad del vocabulario, el número de sílabas por palabra, la proporción de palabras no familiares y polisílabas y el número de palabras por oración(1). En un segundo orden, influyen también factores como la legibilidad material (tamaño de las letras, el interlineado, el papel, la tipografía y la longitud), los aspectos pragmáticos, los aspectos sicológicos, la legibilidad conceptual y la macroestructura del texto (2).
Toamando en cuenta dichos factores, un lector realmente competente debería ser capaz de superar progresivamente todos estos obstáculos. Sin embargo, los procesos cognitivos que entran en juego cada vez que encendemos un televisor, no son para nada equivalentes a los procesos que se activan cada vez que abrimos un libro.
La tecnología nunca es inocua. Siempre produce efectos colaterales en el medio ambiente o en la vida de las personas. La construcción de una supercarretera en una localidad apartada, el invento del hervidor eléctrico, los cajeros automáticos o las bibliotecas virtuales, son transformaciones que afectan también nuestras relaciones humanas. Así como McLuhan hablaba de que los automóviles “extienden” nuestros pies, el teléfono, nuestros oídos, y la televisión, nuestra vista, habría que indagar hasta qué punto dichas extensiones han influido en la alteración de nuestros hábitos de lectura.
Cada vez que vemos televisión, nos enfrentamos a un estímulo luminoso repetitivo de miles de pixeles que se encienden y se apagan. Lo que no percibimos, es que somos nosotros, los telespectadores, quienes editamos en tiempo real estos pequeños fragmentos para construir las imágenes que vemos. Esto podría hacernos creer que, en realidad, la televisión nos ayuda a estimular la activación de nuestro sistema neurofisiológico (conclusión que también podría extenderse a los videojuegos); sin embargo, dicha participación tan sólo se remite un acto reflejo, no más inconsciente e involuntario que el movimiento de un engranaje dentro de un reloj, o el de los ojos de un paciente ante la linterna del sicoanalista.
Un trabajo publicado ya hace treinta años por un equipo de investigadores australianos, señalaba que, aunque pensamos que la televisión, como experiencia educativa, puede resultar provechosa para la sociedad, los efectos neurofisiológicos que produce el titileo de la pantalla más bien inhiben el aprendizaje como lo concebimos comúnmente. Según el estudio, la repetición constante de estímulos luminosos genera un estado de trance que no es comparable al de “atención”, sino que al de “distracción”, parecido a soñar despierto o “estar en la luna” (time out). Dicha sobreestimulación afecta sobre todo al hemisferio izquierdo del cerebro, que es el área donde se organizan el lenguaje, el pensamiento cognitivo y la comprensión(3).
Si pensamos sólo en las condiciones de percepción de un campo visual, la televisión nos está acostumbrando a incorporar las imágenes que vemos de una manera cada vez más vertiginosa, lo que hace que muchas personas sean cada más menos tolerantes a permanecer detenidas por más de un minuto en la página de un libro. Según Herbert Krugman, investigador norteamericano aludido en el citado estudio, la palabra impresa en un texto estimula la comprensión de diferencias de contenido, acción que sí puede ser descrita legítimamente como activa. Cuando vemos televisión, en cambio, la respuesta eléctrica básica del cerebro va fundamentalmente sólo hacia el medio que la genera, lo que explica cómo es posible captar sin esfuerzo grandes cantidades de información sobre la que no pensamos en el momento de recibirla.
En consecuencia, no es posible suponer que, tanto el acto de la lectura como el de ver televisión sean perfectamente comparables. ¿Es posible la televisión educativa? Cada vez que se discute este tema, siempre se piensa que el problema de la televisión se centra sólo en las cosas que deberíamos ver, sin considerar que el medio de transmisión notoriamente altera las condiciones en que recibimos dichos contenidos. Aunque existen muy buenas intenciones, por desgracia tanto los programas "chabacanos" como los "culturales" comparten aquí un mismo formato luminoso, centelleante y repetitivo.
En lo que respecta a la educación, si aceptamos que un apropiado aprendizaje debe considerar el entorno global del educando, con el fin de que éste, a partir de sus propias experiencias, pueda desarrollar nuevos conocimientos (la tesis constructivista), resulta discutible incorporar dentro de la enseñanza las experiencias televisivas, al menos en lo que respecta al desarrollo de los hábitos de lectura. La transversalidad de la enseñanza resultará provechosa, siempre y cuando las diferentes áreas de conocimiento no vean bloqueadas sus naturales vías de acceso. De lo contrario, el diálogo intertextual podría llegar a convertirse en un mero reduccionismo epistemológico (la MENTALIDAD TELEVISIVA).
No existe aprendizaje sin esfuerzo. Y la televisión, lejos de representar dicha máxima, nos acostumbra a un contexto de peudoaprendizaje atractivo y liviano, constituyendo una claro ejemplo de cómo se inhiben las funciones más elementales del pensamiento reflexivo.
Además, debido al infalible rating, las "parrillas programáticas" actualmente se estructuran considerando estrictos criterios de mercado, lo que atenta contra la variedad y estandariza los contenidos. Si a esto agregamos la falta de independencia de nuestros canales de televisión, como resultado obtenemos un medio que carece de diversidad, favorece la autocomplacencia, y lo que es peor, nos quita incluso hasta las ganas de leer. Muy bien nos resume esta situación Rodrigo Fresán en un pasaje de su ecléctica novela "Mantra": "Y me preguntarás cuál es la marca de esos televisores muertos que miran los muertos y te responderé (...)que estas pantallas zombis son marca Sonby"
(1)Esto tiene que ver con la repetición de ciertas palabras en un texto. Mientras menor sea la cantidad de palabras reiteradas, mayor será el grado de densidad de vocabulario.
(2)Cfr. VAN DIJK, T.A. La ciencia del texto. Barcelona, Paidós: 1984.
(3)Dicha investigación, encabezada por los sicólogos Merrelyn y Fred Emery en el Center for Continuing Education (Australian National University), concluía además que este acostumbramiento a la titilación continua conlleva a que el cerebro asimile que no está recibiendo información nueva, por lo que virtualmente deja de procesar la información que le llega. Por último, agregan que “mirar televisión está al nivel conciente del sonambulismo”(cit. por Jerry Mander en "Cuatro razones para eliminar la televisión", Barcelona, Gedisa:1981)